Sit tibi terra levis
Que la tierra te sea leve
Este es uno de los últimos posibles mensajes que podían darse a quienes fallecían en la Antigüedad… Pero ¿en qué creían los antiguos y cuál era su relación con el mundo del Más Allá? Vamos a hacer un breve repaso a algunas cuestiones relacionadas con el mundo de la muerte en la antigua Grecia y Roma.
¿De dónde obtenemos la información? La documentación escrita es poco descriptiva. La epigrafía (epitafios), de los altares y lápidas, proporcionan cierta información sobre el sentimiento ante la muerte. Dentro de la brevedad, aportan datos sobre el nombre del difunto o el del familiar que realiza la dedicatoria y algo sobre los sentimientos ante la pérdida del ser querido. Por ello son importantísimos los datos obtenidos desde la arqueología, que investiga las estructuras funerarias.
La vida humana, en el imaginario griego antiguo, se simbolizaba con un hilo tejido por las Moiras, divinidades del destino. Átropo lo hila, Cloto lo enrolla y Láquesis lo corta en el momento de la muerte. Los antiguos griegos creían en la separación del mundo de los vivos del de los muertos, los primeros vivían en la Ecúmene (el mundo conocido), mientras que los muertos moraban en el Hades. El Hades era el reino donde reposan las almas de los muertos, sombras debilitadas y sin aliento. El mismo nombre tenía su dios y señor, Hades, hermano de Zeus y Poseidón, que gobernaba este mundo subterráneo junto con su esposa Perséfone.
Pero no son las únicas divinidades que viven aquí. Los encargados de recoger las almas de los fallecidos son Hypnos y Thánatos, quienes las trasladan a su tumba. Desde la tumba hasta el Hades, Hermes Psicopompo, una de las manifestaciones del dios mensajero, conduce al alma hasta el límite entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Este está escenificado por las orillas del río Aqueronte. El barquero Caronte es el encargado de cruzar a los difuntos en su barca. Las puertas están custodiadas por Can Cerbero, que vigila que no salgan los muertos ni entre los vivos. Además de estos, el Hades está plagado de seres sobrenaturales, como las Erinias, cuyo cometido es castigar a las almas que han cometido crímenes de sangre o morales.
«El paso de la laguna Estigia», Joachim Patinir (1520-1524). Museo Nacional del Prado.
Pero, ¿dónde descansaban los fallecidos? En Grecia enterrar a los muertos es un deber sagrado, personal y social, que debían hacer los familiares cercanos sin necesidad de sacerdotes profesionales. Un cadáver insepulto condena al alma muerta a errar sin descanso y ser peligrosas para los vivos.
El ritual funerario no era improvisado, sino que atendía a una repetición de fórmulas culturales que la comunidad ha ido estableciendo para superar la pérdida. El proceso ceremonial fúnebre se inicia con los preparativos para la muerte y finaliza, mucho tiempo después, una vez se pierde la memoria del difunto y deja de honrar su tumba. Conocemos todos estos momentos del ritual funerario principalmente por los relatos homéricos y el rico repertorio de imágenes presente en la cerámica griega.
Este empezaba por la exposición del cadáver (Prothesis), momento en que la psyché o alma del fallecido seguía vagando entre el mundo de los vivos y los muertos. Un pariente (hijo varón) debía confirmar la muerte haciendo una llamada y cerrando los ojos. Las mujeres en ese momento preparan el cuerpo: lo lavan, colocan una moneda en la boca para el barquero Caronte, sujetan la barbilla y ungen el cuerpo con aceites perfumados. Se viste con el kosmos funerario dejando el rostro al descubierto y se adorna con coronas, cintas y joyas.
En la exposición del cuerpo se debía demostrar la importancia social del difunto y su familia, durante 2 y 17 días. Los pies del fallecido se dirigían a la puerta, donde se colocaba una rama de ciprés y una vasija con agua (elemento de purificación). Durante estos días se debían hacer demostraciones de dolor de familiares y deudos.
La siguiente fase era el traslado al cementerio (Ekphorá), normalmente de noche, en un carro tirado por animales y acompañado por una comitiva fúnebre. Entre esta la viuda portaba un vaso para las libaciones. En el lugar donde se va a disponer la pira funeraria se ejecutan sacrificios de pequeños animales y ofrenda de objetos, libaciones a los dioses y torta de miel. El fallecido se consume en esta pira, que finalmente es apagada con vino y agua. En el periodo arcaico convive el rito de cremación y de inhumación. En Atenas predomina la cremación dentro de la propia fosa (cremación primaria), por lo que estas adquieren mayores dimensiones que permiten una óptima combustión de la pira crematoria. En el caso de las inhumaciones se realizan en fosos o pozos excavados en la roca; los individuos infantiles se encuentran de tinajas o entre dos bañeras de arcilla.
Tras cremar el cuerpo, los restos se depositan en urna funeraria, o bien se inhuman. Estos restos se acompañaban con un ajuar. Los ajuares probablemente no estuvieran reglamentados sino que una parte eran propiedad del difunto (valor sentimental) o que tuvieran una utilidad en el más allá. Una parte eran objetos personales del difunto, como los de vestimenta (fíbulas o joyas). Sirven para identificar sexualmente a los difuntos, como los espejos (mujeres) y estrígiles (hombres). Las armas aparecen en las primeras etapas, y según su calidad y decoración hablan del estrato social del individuo. Otros objetos tenían valor funerario, como vasos cerámicos para contener o consumir agua en relación con ritos funerarios para saciar la sed de los muertos; en las tumbas de bebés se encuentran biberones ya usados. En época helenística se acompaña al difunto de un óbolo para el pago del viaje al otro mundo al barquero Caronte. Los objetos específicamente funerarios eran copias en miniatura de vasos cerámicos y copias en piedra o arcilla de alimentos o animales.
Por último, en el lugar del enterramiento se pronunciaban súplicas y frases rituales a las divinidades del Hades.
Culto a la tumba. Museo del Louvre.
Pero esto no es el final, la comitiva volvía a casa del difunto en la que se realizaba un lavado ritual y banquete. Al día siguiente, se purificaba la casa con agua de mar. Se celebraban banquetes al tercer día, al noveno y al trigésimo de los funerales. Estos banquetes se repetían en los días de aniversario.
Se va a seguir visitando la tumba durante, al menos, tres generaciones. Estas se decoraban con flores y cintas de tela, y se hacían ofrendas no alimenticias como cabellos o platos cerámicos. Además también se practicaban libaciones de aceite, leche, vino, agua o miel, con rotura de los vasos sobre la tumba; o el sacrificio sobre la tumba de animales (vacas, cabras, liebres, cerdos, etc.), normalmente hembras o machos castrados de pelaje negro.
La crátera de volutas fue muy usada en la Magna Grecia, sur de Italia) como monumento funerario. En esta (340 – 320 a.C.) observamos al fallecido en la zona central, dentro de un templete blanco, junto a un joven, y rodeado por oferentes (Museo Arqueológico Nacional).
En el mundo romano perviven muchos de los rituales de la antigua Grecia, que varían según la clase social del difunto, pero que consisten en los mismos que hemos visto con anterioridad. El imperio romano se extendía por multitud de pueblos, entre los que había una serie de elementos de cohesión social entre tantos pueblos diversos, de los que cabe destacar, en este caso, la difusión de un derecho privilegiado, el derecho romano, y una forma de aculturación religiosa, que permitió difundir las ideas de ultratumba de los romanos, o, al menos, las formas sociales de representar esas ideas de ultratumba.
En cuanto a los gastos, era obligación del padre enterrar al hijo y del heredero al testador. Se consideran gastos del entierro todo lo que se invierte en el cadáver: ungüentos, precio de la sepultura, impuestos, si existen, etc. Si por alguien ajeno a la familia debía hacerse cargo de un entierro podía exigir ser resarcido de los gastos a partir de la herencia.
El centro principal de la mentalidad romana en cuanto a la muerte era la necesidad de la pervivencia. Para que un individuo mantuviera su espíritu era necesario que en el mundo de los vivos alguien recordara su existencia, rindiera culto a su numen y a su nomen (memoria aeterna). Cuando era olvidado, desaparecía y el ánima del individuo entraba a formar parte de una masa indefinida, los dii inferi, los manes, de los que los romanos creían que podían ser perniciosos para el hombre. Por este motivo los individuos necesitan dejar constancia de su existencia, lo que vemos en los grandes sepulcros que se situaban en las vías de entradas a las ciudades.
Estela e Lara de los Infantes del siglo II d.C. está dedicada por el romano Bebio Cándido a su sierva Optatila Festa, de origen indígena, que murió a los 27 años de edad (Museo Arqueológico Nacional).
El derecho a la sepultura era divino, inviolable y eterno. La voluntad de un difunto, su testamento, también es una ley sagrada, situada incluso por encima del derecho civil. Por tanto, los lugares donde se enterraban eran también lugares sagrados. Pero la posibilidad de que alguien entrase a un difunto en cualquier lugar y convertirlo automáticamente en lugar sacro podía crear problemas. Aquí intervenía el derecho civil, que lo que sí podía regular era el uso que se hiciese de un lugar sacro, siempre que, naturalmente, no afectase al derecho pontifical. Quien enterraba un cadáver en un lugar ajeno sin la autorización del dueño estaba obligado a desenterrarlo, pero el dueño del terreno no podía desenterrarlo si no era autorizado.
La violación de un sepulcro conllevaba, para la gente de condición humilde la pena de muerte, mientras que los de mejor condición social eran condenados al destierro o a minas. Los deportados debían ser enterrados en el lugar de la deportación, condenándolos también a que su tumba, lejos de su familia fuese también olvidada.
Estela de Lutatia Lupata (MNAR)
Bibliografía
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